EN LA CAVERNA
Un viaje de iniciación
Datos de manuscrito (modelo estándar)
Título: En la caverna
Autor: Vilo Arévalo
Género: Fantasía simbólica / alegórica / psicológica
Extensión: Relato largo / Novela corta
Narrador: Primera persona
Estado: Manuscrito final – versión editada
PRÓLOGO
La caverna
Pasé por mucho en mi viaje, pero parece que aún no
termina mi travesía. Recuerdo haber alcanzado el premio, haber acariciado el
mundo… y ahora despierto desnuda en una cueva que, por su tamaño, parece una
catedral.
¿Qué fue lo que me pasó?
Me duele la cabeza y me duele el corazón. No puedo
hacer nada para evitar ninguno de los dos dolores.
Cuatro personas se me acercan. Son más jóvenes que yo:
dos hombres y dos mujeres, todos en edad adolescente. Traen telas y accesorios.
Uno de ellos viste colores cálidos. Hay algo en él que me impide ignorarlo. Me
coloca unos pantalones del color del fuego. Mientras tanto, una de sus
compañeras —la chica que usa un moño muy ajustado— peina mi cabello en trenzas,
adornándolas con listones azules como el cielo.
Pude haber puesto resistencia, pero el otro joven me
da de beber agua en una copa de plata, y la chica regordeta me calza unos
zapatos hechos para caminar largas distancias. Me siento extraña al ser
atendida por estos pajes y doncellas, pero, de algún modo, me siento más fresca
y calmada.
Cuando ya estoy vestida, noto cuatro puertas en la
caverna. Cada portal está custodiado por un caballero o una guerrera. Por su
contextura y su lenguaje corporal, pienso que no son mucho mayores que los
pajes y doncellas.
Siento la imperiosa necesidad de acércame y explorar
cada una.
CAPÍTULO I
Fuego – La voluntad
Me acerco a la puerta decorada con una llama de fuego.
Me atrae de inmediato. Su guardián parece inquieto; abre el portal sin
cuestionar nada y me apura a entrar, como si temiera que me arrepintiera.
Si algo aprendí de mi viaje anterior es que el miedo
nunca me detiene.
Tras la puerta, un brillo tenue emana de las antorchas
clavadas en las paredes rústicas. Toda aventura comienza con una chispa, así
que avanzo sin dudar. Detrás de mí, la puerta se cierra con un golpe seco,
dejando al caballero al otro lado.
Estoy sola.
No hay forma de retroceder. La puerta no se moverá,
aunque lo intente por mil años. Solo queda seguir adelante.
No siento temor. Confío en mi fuerza, pero sé que debo
prepararme. Avanzar sin pensar sería un error. Mantengo la atención alerta,
buscando cualquier cosa que pueda servirme.
Camino sin detenerme hasta llegar a una estructura
formada por cuatro trozos de madera, dispuestos como si alguien hubiera querido
levantar algo y lo hubiera abandonado a medias.
Entonces ocurre.
No noto a los cuatro atacantes hasta que ya están
sobre mí. Surgen desde cada punto cardinal, empuñando bastones largos. Ruedo
por el suelo para esquivar el primer ataque. El golpe de la madera corta el
aire donde estaba mi cabeza un segundo antes.
Consigo un palo del suelo. Es más frágil que las armas
de mis agresores, pero no puedo permitirme elegir. Ellos atacan con furia; yo
me muevo con rapidez. El combate es torpe, brutal, agotador. Logro vencerlos,
pero no sin pagar un precio. El aire me quema los pulmones y la sangre corre
por mi piel.
La victoria me deja sin aliento.
Recojo los bastones de mis oponentes caídos. No puedo
permitir que me sorprendan de nuevo. Si consigo algunos más, quizá pueda
construir algo que me defienda mientras recupero fuerzas.
El descanso dura poco.
Desde lo alto, algo cae. Bastones. Maderos. No veo de
dónde vienen. El impacto me obliga a moverme. Es ahora o nunca. Corro,
tropiezo, resisto… pero el cuerpo ya no responde.
Las heridas son profundas. La ropa está rasgada. La
sangre empapa mi piel. Cargo demasiado. Ya no puedo correr. Ya no tengo
fuerzas.
Caigo.
La oscuridad me envuelve.
Cuando abro los ojos, una mujer acaricia mi rostro. Su
tacto es cálido. Me pide silencio. A lo lejos, escucho un maullido.
Su presencia me tranquiliza.
Es una Reina.
Su expresión es serena y, al mismo tiempo,
intimidante. Emana la autoridad de un dragón y el cuidado de una madre.
—Aún falta mucho por recorrer. Ánimo. —dice mientras
me ayuda a incorporarme.
Me guía hasta otra puerta decorada con ornamentos de
fuego. Al abrirla, regreso a la cámara circular de los portones. La Reina me
sonríe y cierra la puerta tras de mí.
El caballero que custodia el portal me entrega un
pequeño trozo de madera.
Es el mismo tipo de arma que usé para defenderme, pero
más pequeña, más resistente.
La coloco en mi cinturón y agradezco en silencio.
CAPÍTULO II
Aire – La mente
Al girar para escoger otra puerta, comprendo que la
decisión ya no depende de mí.
Junto a la guerrera armada con un florete, una mujer
de rostro severo me espera. La puerta, abierta de par en par, tiene un tornado
grabado en su superficie metálica.
Cruzamos el umbral.
El piso es de mármol y obsidiana. Cuadros blancos y
negros forman un tablero de ajedrez gigantesco. El aire es mucho más frío que
en la sala del fuego. Las paredes, lisas y azules, se elevan hasta un techo
altísimo del que cuelgan distintas espadas.
La Reina me entrega una espada de doble filo mientras
la puerta se cierra con fuerza a nuestra espalda. La luz no proviene de una
fuente visible: emana de las propias paredes, que forman un laberinto.
—Usa esta espada en las pruebas que vienen —dice—. Son
difíciles. Tal vez debas pensar más de una forma de actuar. Confío en que estás
a la altura. Si llegas a la meta, nos veremos.
Desaparece en una ráfaga de viento.
Me quedo sola.
¿Qué podría hacer con una espada? El fuego me agotó, y
aquellas armas de madera parecían menos letales que estas hojas suspendidas
sobre mí. No tengo tiempo para dudar. Ya comencé este viaje. No hay vuelta
atrás.
Avanzo.
Al llegar a la tercera casilla del tablero, justo
antes de la primera bifurcación del laberinto, tres espadas del techo emiten un
rayo de luz cada una: rojo, amarillo y azul. Zigzaguean hacia mí con una
velocidad imposible de esquivar.
Los rayos impactan en mi pecho, a la altura del
corazón.
Caigo de rodillas.
Imágenes invaden mi mente. Escenas de mi vida se
superponen: pérdidas, fracasos, decisiones que nunca cerraron. La pena es
insoportable. Me falta el aire. Me ahogo en lágrimas acumuladas durante años.
Quiero gritar. No puedo.
Rostros conocidos aparecen y desaparecen. Personas a
las que vencí. Personas que me vencieron. La culpa, el arrepentimiento, la
traición —propia y ajena— se clavan como cuchillas.
¿Por qué esta prueba?
Entonces lo comprendo.
El dolor existe porque me detuve. Porque aprendí… pero
no apliqué. Porque traicioné mis propios principios por miedo, comodidad o
costumbre. He sido mi propia verduga.
No más.
Respiro.
Elijo levantarme.
No puedo cambiar el pasado, pero sí decidir qué hago
con él. Aprenderé de cada espada. No volveré a quedarme atrapada en mis
pensamientos.
Tan rápido como llegó, el dolor se disipa.
El laberinto desaparece. El camino hacia la salida
queda despejado.
Recién entonces noto que he estado apretando la hoja
de la espada con ambas manos. La sangre corre por mis palmas. Busqué algo
tangible para no perderme en el dolor mental.
—Espera, pequeña.
La voz de la Reina resuena, firme y clara.
—Que haya ocurrido en tu mente no lo hace menos real.
Mira tus manos. Y cuidado: las otras Reinas son peligrosas.
El viento se lleva su presencia.
La espada se encoge y adopta la forma de una daga. La
coloco junto al trozo de madera en mi cinturón.
Camino hacia la salida.
CAPÍTULO III
Agua – El sentir
Al oeste, una puerta de cristal permanece abierta. Un
mar tranquilo está grabado en su superficie. La guerrera que la custodia se
inclina y me invita a pasar. El aroma a rocío y hierba fresca me envuelve.
Cruzo el umbral.
Estoy frente a un lago tan cristalino que el cielo se
refleja como un espejo. Aunque sé que estoy en una caverna, este lugar tiene su
propio sol.
El pasto es suave. Conejos y zorros descansan juntos.
Serpientes se calientan bajo la luz. Una ardilla alimenta a sus crías. Todo
respira calma.
Escucho pasos descalzos, el roce de una tela sobre la
hierba y una melodía suave. Al voltear, me quedo sin aliento.
La mujer que se acerca es de una belleza serena. Lleva
un grial entre las manos y una corona entre rizos pelirrojos. Su sonrisa me
transmite paz.
—Bebe un poco —dice mientras nos sentamos—. Puede ser
fuerte.
El líquido es dulce y embriagador, parecido al que
bebí al despertar, pero más puro. Sabe a miel con un leve toque picante.
El amor crece dentro de mí. Amor propio. Conexión.
Celebro. Bebo más.
Pero algo cambia.
La sensación placentera se vuelve plana. Vacía. Ya no
deseo seguir bebiendo, aunque la Reina insiste en ofrecerme otra copa.
Mi corazón se siente hueco.
Me concentro en la pérdida. En el dolor. En el
cansancio de sentir. El vacío resulta tentador: si no siento, no me lastiman.
Sigo bebiendo.
El cielo se oscurece. El viento ruge. Una tormenta se
cierne sobre el lago. Truenos rompen la calma.
¿De qué sirve sentir lo bueno si lo malo siempre
vuelve?
Mi vista se nubla. La mano de la Reina aprieta la mía.
El clima comienza a calmarse. Recuerdos de mi infancia llenan mi pecho. El
líquido ahora sabe más dulce.
Sueños. Muchos sueños. Todos posibles.
Quiero quedarme aquí.
No decidir. No pensar.
Solo sentir.
La presión en mi mano aumenta.
Despierto.
No puedo perderme en mis sueños. Vivir implica
arriesgarse. Mis anhelos no llegarán si no los busco. Depende de mí.
El cielo se aclara. Un arco iris se forma tras la
lluvia.
Me pongo de pie.
—Hija mía —dice la Reina—, tus emociones te darán
fuerza, pero no permitas que te detengan. Acepta lo dulce y lo amargo.
Me entrega una pequeña botella de cristal en forma de
lágrima. La guardo en mi cinturón.
—Descansa. La última puerta exigirá mucho de ti.
Me abraza.
Me quedo. Descanso. Duermo.
Cuando despierto, la luna llena corona el cielo. Es
hora de seguir.
CAPÍTULO IV
Oro – Los recursos
Cruzo el umbral y regreso a la cámara central. La
puerta de cristal se cierra tras de mí. Solo queda una por visitar.
La puerta dorada.
La custodia una amazona guerrera. Porta un escudo
redondo con una estrella de cinco puntas grabada. Su postura es firme,
entrenada tanto para la defensa como para el ataque. No dice una palabra. Se
limita a hacerse a un lado y mantener la puerta abierta.
Entro.
Las paredes de la recámara están cubiertas de monedas
apiladas. Bronce, plata y oro se mezclan en montículos que llegan hasta donde
alcanza la vista. Me siento dentro de una bóveda. Al fondo, tras un escritorio,
hay un trono.
En él se sienta una mujer rubia. Su corona es sobria.
Sus ojos son intensos. Su expresión, amable pero severa.
—Bienvenida —dice—. Aquí enfrentarás las últimas
pruebas. No me ando con rodeos.
Hace un gesto.
—Guardia, entrégale una bolsa.
La amazona se acerca y me da una bolsa mediana. Pesa
lo suficiente para notarlo. Luego cierra la puerta con sus propias manos.
—Estas pruebas serán prácticas. Evaluaré cómo manejas
los recursos a tu disposición. Yo observaré y tomaré notas. No intervendré.
—Hace una pausa—. Estás bien recomendada, pero toda recomendación debe
demostrarse.
Sobre el escritorio veo una pluma, un tintero y
pergaminos.
—Comienza por reconocer lo que tienes. Haz inventario.
Abro la bolsa. Cuento con cuidado. Mil cuatro monedas,
entre bronce, plata y oro. Informo el número. La Reina asiente y lo anota.
—Correcto. Ahora construirás un pilar junto a otros.
Evalúo también tu liderazgo.
Diez jóvenes ingresan con materiales: madera, piedras,
clavos, herramientas. Me observan, expectantes.
Respiro.
Doy instrucciones. Sin saber cómo, el conocimiento
fluye. Organizo, ayudo, corrijo. Trabajamos juntos hasta levantar un pilar
firme, coronado por el símbolo de tres monedas entrelazadas.
El equipo me mira. Están agotados. Satisfechos.
Comprendo.
Nada es gratis. Todo trabajo merece pago.
Hago los cálculos. A cada uno le corresponden cien
monedas. Entrego las bolsas. En la mía quedan solo cuatro.
Avanzo hacia la Reina. Ella no me detiene.
Camino entre montañas de dinero. El sonido de la pluma
sobre el pergamino resuena como un juicio.
—Buen trabajo —dice sin levantar la vista—. Continúa.
Veamos qué haces ahora.
Me alejo del pilar. Pronto deja de verse. Decido no
preocuparme. Lo que deba ocurrir, ocurrirá.
—Ayúdame, por favor.
La voz es débil.
Veo a una niña en el suelo. Su ropa está rota. Tiene
hambre, frío y miedo. Sus ojos suplican.
Tomo la bolsa.
Está vacía.
Un agujero en la tela explica la pérdida. No puedo
buscar las monedas. Tomaría demasiado tiempo. La niña me necesita ahora. Me
queda claro que no puedo tomar las monedas en los montones porque sería un
robo.
Mi mano va al cinturón. Siento la daga, el trozo de
madera, la botella de rocío.
Me arrodillo.
Parto la madera con la daga. El filo se resiente, pero
logro reunir astillas. Golpeo el metal para sacar chispas. Enciendo una fogata
pequeña.
El calor funciona. El color regresa a su rostro.
Destapo la botella y acerco el líquido a sus labios.
Bebe con ansias. El miedo abandona sus ojos.
—Gracias —dice—. Me salvaste… pero perdiste todos tus
tesoros conmigo.
Sonrío.
Le digo que yo elijo cómo usar lo que tengo.
Su voz cambia. Deja de ser delicada para volverse más
áspera.
El cuerpo de la niña comienza a brillar. Crece. Su
ropa se recompone. Frente a mí, la inocencia desaparece.
Es la Reina.
Sostiene una moneda enorme entre las manos.
Me ayuda a levantarme.
—Estoy impresionada —dice—. Arriesgaste todo por
ayudar a alguien indefenso. Evaluaste bien tus opciones. Este es el cuarto
donde el trabajo es duro, pero justo.
Me entrega nuevos objetos: una daga de titanio, un
bastón de madera fuerte, una bolsa pesada de monedas y una botella de rocío que
brilla como oro líquido.
—Todo lo aprendido aquí te servirá afuera. Has pasado
mi prueba.
Me señala una puerta abierta.
CAPÍTULO V
Revelación
Cruzo el umbral y regreso al salón central.
En lo alto, cuatro tronos rodean la sala. En cada uno
se sienta un Rey.
Uno sostiene una espada.
Otro, un cáliz.
Otro, un bastón.
El último, una moneda enorme.
Me observan en silencio.
Recién entonces noto los veintidós cuadros colgados en
las alturas. Representan mi primera aventura.
Siento nervios.
El silencio se rompe con aplausos. Uno. Otro. Muchos.
Me rodean pajes, doncellas, caballeros, guerreras,
Reinas y súbditos. El eco es ensordecedor.
Un Rey aclara la garganta.
—Felicitaciones, hija mía —dice el del bastón—.
Superaste las pruebas de cada elemento.
—Nunca te rendiste —añade el Rey de la espada—. Tu
mente es digna de los dones que recibiste.
—Dominaste tus emociones —dice el del cáliz—. No las
negaste ni te perdiste en ellas.
—Y tu generosidad no se quebró ni en la escasez
—concluye el Rey de la moneda.
El Rey de Espadas me mira fijamente.
—¿Cuál es tu nombre?
Lo recuerdo.
Lo digo.
Los aplausos regresan con más fuerza.
Comprendo entonces quién soy y con qué cuento. No debo
olvidarlo nunca.
EPÍLOGO
Lo que permanece
Siempre tendré conmigo:
Voluntad.
Inteligencia.
Sentimientos.
Recursos.
La travesía no ha terminado.
Las cosas apenas comienzan.
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