jueves, 11 de octubre de 2018

Estilo de Pelea





                La guerra ha durado casi un cuarto de siglo hasta el momento. Ambos bandos han ganado y perdido batallas gracias a la eficacia de los guerreros, sus estrategias y acciones. Los cruentos enfrentamientos no han tenido cuartel. Será una guerra eterna y cada uno debe desempeñar un rol: existen soldados, espías, estrategas, líderes, encargados de las armas, entre otros roles igual de importantes.

                Fortize, una joven mujer elegida para cumplir con la responsabilidad de la oración en el templo, seguía aprendiendo. Habían pasado algunos años desde que los Sabios notaran el potencial espiritual en ella y le ofrecieran la oportunidad de aprender y aportar para lograr el objetivo de acabar con los enfrentamientos. No fue fácil para nadie. Fortize fue rechazada el primer año que postuló como aprendiz de sacerdotisa: la fuerza de su carácter necesitaba ser pulida y por eso le suplicaron se tomara trescientos sesenta y cinco días para que ella pudiera vencer sus propias pasiones e impulsos.

                Los Sabios se habían distribuido las labores de enseñanza y monitoreo de todos los miembros de la hermandad. Fortize estaba bajo la tutela del Sabio Argent, un joven de 28 años experto en oración empática. La sola presencia de Argent calmaba a las personas. Tenía la habilidad de ver lo mejor en cada uno y potenciarlo. Ambos, maestro y alumna, compartían labores en el templo como limpieza, consejería y sobre todo largas sesiones de oración para que los guerreros, espías, sanadores, líderes y demás miembros pudiesen obtener fuerzas y que las influencias del enemigo aminoren. Les avergonzaba admitirlo, pero en algunas oportunidades, miembros fieles de la hermandad se unían a las filas del enemigo porque ya no encontraban la voluntad para luchar. Su maestro siempre le decía: Oración perpetua es la clave. Ella no lo entendía en su totalidad.

                Una tarde llegaron noticias del campo de batalla. Uno de los amigos más cercanos de Fortize, Zoren, había fallecido durante la última incursión. Habían podido recuperar el cuerpo del luchador y su arma, pero ya era otra victoria arrebatada. La frustración de Fortize no la dejaba concentrarse.

                — ¡Argent! ¡Ya no puedo más! No puedo quedarme aquí sin hacer nada. Quiero ir a pelear. Zoren….él…ya…no…— las lágrimas de rabia y tristeza recorrían el rostro color canela de Fortize. No podía terminar la frase, pues significaría hacer realidad la muerte y ella no podía aceptar eso.

                —Fortize, entiendo lo que sientes…Zoren también era mi amigo y su muerte me entristece. Pero no puedes ir a luchar. Aún no estás lista. Tu arma y tu emblema aún no se han manifestado. —La voz suave de Argent estaba llena de congoja.

                — ¡No puedes saber cómo me siento! Zoren y yo nos unimos juntos a la hermandad y juramos luchar juntos. Estoy harta de no hacer nada más que orar. ¿De qué sirve? Sería más útil en el campo de batalla. ¿Qué importa que no tenga arma? Podré usar cualquier otra arma que tengamos guardada. Total, hemos recuperado varias de mis hermanos caídos. —La voz de Fortize cambió su matiz de abatimiento por ira.

                —No estás lista. No estás viendo la imagen completa. Por eso decidimos que no podías ingresar ni bien postulaste. ¿Aún no lo entiendes? No ganarás nada si te dejas llevar por la furia ciega. — Argent la miraba con ternura y seriedad. El tatuaje dorado que enmarcaba su ojo derecho con una forma tribal relucía con la luz del atardecer que se filtraba por la ventana.

­                — ¡NO ENTIENDO! — Fortize corrió hacia la puerta llorando. Argent se quedó mudo en su sitio mientras la muchacha azotaba la puerta y abandonaba el santuario de oración.

***

La puerta a la armería estaba abierta. Su guardiana yacía inconsciente a un lado de la entrada. Una taza de té de frutos rojos estaba en posición horizontal derramando su contenido líquido en el piso de mármol a un lado de la mujer mientras que a su otro lado su arma, una flauta dorada que escondía una pequeña daga en su interior, era sujetada débilmente por su mano derecha.

                —Perdóname, Coatl[i]  pero necesito algo de aquí y no puedo permitir que te involucres, vieja amiga. — Fortize había colocado un narcótico poderoso en el té que le ofreció a su amiga Coatl, guardiana de la armería. Fortize sabía que nadie la entendería.

                La armería tenía un techo alto y varios estantes alrededor. Cada estante tenía un arma distinta con una placa debajo de cada una con el nombre de su dueño y un símbolo que representaba el emblema correspondiente, aquella virtud que resaltaba en cada uno. Algunas de esas armas parecían estar en desuso por años. Otras parecían tener manchas de sangre de sus dueños caídos y otras pocas parecían nuevas y sin uso. Había algunos pedestales vacíos para futuras armas que se manifiesten.

                Fortize, quien aún vestía la túnica morada y verde que usaba en el santuario de oración, caminó por los laberínticos pasillos que los muebles formaban observando las armas a su alrededor. Encontró el látigo de tres puntas que le perteneció a una antigua Sabia de nombre Anra; la espada árabe del Sabio Palma; las espadas gemelas del Sabio Rouge y muchas otras de varios Sabios caídos, pero no se sentía digna de tomarlas. Siguió explorando y encontró un tridente, una katana, un par de sais, un abanico hecho con espadas y seda, una hoz, sogas, discos, boomerangs, y una variedad incontable de armas pero no podía decidirse por una.
Su paseo por la armería la llevó, sin darse cuenta, frente al estante que contenía el nombre de su amigo caído Zoren. La inscripción mostraba su nombre y la descripción “Martillo de la Fuerza”. Lo que Fortize podía asumir como el símbolo del emblema de Zoren se mostraba al final de del rótulo. Encima del estante se levantaba un martillo de guerra hecho de un metal que parecía ser más fuerte que el acero. Su empuñadura estaba cubierta de cuero negro. Era tan grande que no habría forma cómoda de cargarlo con una mano. Había sido limpiado recientemente por Coatl.

Fortize se acercó al martillo e intentó tomarlo. Su esfuerzo no tuvo éxito. No pudo levantarlo ni un milímetro. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas por segunda vez en menos de una hora. No podía perder tiempo. Si se apresuraba podría vengar a su amigo. Sin pensarlo dos veces, tomó la katana que había visto antes y salió con ella de la armería, con dirección al campo de batalla en el desierto.

***

El árido desierto se encontraba a algunos kilómetros de distancia del templo. El sol se ocultaba ya. La luna y las estrellas aún no habían subido al cielo. Los colores del crepúsculo teñían el horizonte con tonos violetas, naranjas y rojos. La blanca arena mostraba rastros de reciente lucha. Aparentemente la única baja en ambos bandos fue Zoren. Fortize caminaba lentamente, observando cada detalle del paisaje. La katana estaba amarrada a su espalda. Su cabello ondulado había sido recogido en un moño en la parte superior de su cabeza. El silencio era interrumpido por el ocasional sonido de las lagartijas arrastrándose en búsqueda de algún escondite. Fortize necesitaría un refugio pronto, pues la noche no le permitiría ver bien. Encontró una cueva que le proporcionaría un lugar en el cual descansar un poco y una ubicación cercana a los enfrentamientos que reiniciarían por la mañana.

Aunque en el exterior el desierto no mostraba actividad alguna, Fortize no pudo descansar mientras dormía. Tuvo pesadillas que le mostraban el rostro sonriente y coqueto de Zoren siendo opacado por una nube negra. También la invadió el sentimiento de culpa por haber engañado a su amiga Coatl, con quien compartía cuarto.

La mañana llegó y Fortize abandonó su refugio con el primer rayo de sol. Se disponía a atacar al primer soldado enemigo que viera. No demoró en encontrar a uno de los exploradores. Sin ser vista, desenvainó la katana y se acercó cautelosamente. Levantó la katana sobre su  cabeza y la bajó con velocidad. El explorador pudo defenderse con habilidad y sacó su propia arma, una especie de guanteletes metálicos[ii] que le cubrían ambas manos, formando dos puños enormes.

— ¡Es muy hábil y solo es un explorador! — Fortize pensó mientras intentaba un segundo ataque contra su rival, pero al igual que el primero, el ataque fue bloqueado por los puños metálicos.

Los movimientos de Fortize eran torpes. No estaba acostumbrada a usar una espada. El peso del arma era algo nuevo para ella y le costaba bastante poner fuerza en sus ataques. El factor sorpresa de nada le sirvió pues su rival era un guerrero ágil y adaptable.  Fortize empezaba a sentir el cansancio y eso le costó caro. Su rival pudo golpearla en el rostro. La fuerza inesperada hizo que perdiera el conocimiento de inmediato.

***

—…tize, ¿me escuchas? — la voz se escucha lejana pero iba tomando claridad. —Fortize, despierta—

Fortize abrió los ojos y notó que estaba recostada en la enfermería. Argent se encontraba al lado de la cama, mirándola con preocupación. Él era quien repetía su nombre. Estaban los dos solos. Los encargados del lugar habían salido a buscar provisiones médicas y dejaron que Argent cuidara a su pupila.

—No te levantes. Recibiste un golpe muy fuerte—Argent le susurró al mismo tiempo que la mujer intentaba levantarse de la cama. La cabeza de la joven aprendiz de sacerdotisa le dolía demasiado como para discutir. Se volvió a recostar.

— ¿Qué pasó? Salí en búsqueda del enemigo, pero no recuerdo nada más que un explorador y su gran golpe. — las heridas físicas de Fortize eran leves, pero las heridas en su orgullo demorarían en sanar.

—Te encontré a unos kilómetros de aquí. Habías perdido el conocimiento. Tu frente tenía un corte y la sangre cubría tus mejillas. Tenías algunos rasguños, pero al traerte los enfermeros dijeron que no eran de cuidado. Estuviste dormida por unas 3 horas más o menos. — La voz de Argent era suave y tranquila. No había rastro alguno de juicio en sus palabras.

—Sé cómo te sientes. Cuando empecé como aprendiz en la hermandad, tampoco me daban grandes responsabilidades. A veces me sentía inútil por no estar a la altura de mis hermanos. Sin embargo, tuve que aprender a la mala que aún no estaba listo. Poco a poco fui aprendiendo de mis errores, y créeme, fueron varios. —Una sonrisa nostálgica iluminó el rostro de Argent. —Pero debes entender, que pusiste tu vida en peligro hoy.

—Perdóname, Argent. No quise decepcionarte. ¿Cómo está Coatl? —La voz de Fortize mostraba arrepentimiento. Realmente era cierto. Su impaciencia pudo haberle costado más que un dolor de cabeza. Sin contar que traicionó la confianza de su amiga y de Argent.

—Está bien. La dosis de somnífero que le diste no fue tan fuerte. Supongo que luego tendrás que hablar con ella. Pero en líneas generales está de buen humor. — La risa traviesa de Argent matizaba sus palabras. —Fortize, tienes una fe enorme. Una de las más grandes que he conocido, pero debes recordar que la fe sin amor es fanatismo.  Todos necesitamos asumir roles distintos, pero debemos prepararnos para evolucionar. A veces tendremos tareas que consideramos tediosas o inútiles, pero te aseguro, ninguna de las tareas es superflua. Esta guerra la ganaremos si aceptamos nuestros roles y vamos creciendo más. Todo se puede remediar menos la muerte.

                —Argent…yo…— Fortize empezó a contestar pero afuera se escuchaba gritos y sonidos de pelea.

—Fortize, quédate aquí. No hagas ruido. — El tono severo de Argent sorprendió a Fortize, quien solo podía ver a su maestro salir del cuarto para observar la situación. No pasaron muchos segundos antes que Argent regresara. Su rostro cargado de preocupación y ansiedad.

—Escúchame. Nos han invadido. Están atacando a todos. Vienen hacia aquí. Yo los distraeré. Ve al santuario y empieza a orar sin cesar…Haz lo que te digo sin interrumpir… es de suma importancia. — Argent dio sus instrucciones y no permitió que Fortize lo interrumpiera. Su tono mandatario era imposible de ignorar. —Yo te alcanzaré en cuanto pueda y te apoyaré. —La última frase la dijo con ternura, para tranquilizar a su aprendiz.

Argent estiró su mano derecha cerrando sus ojos. Muchas burbujas rodearon  el brazo levantado del hombre de cabellos blancos. Su túnica morada se agitaba por el cambio en la energía. Las burbujas circulaban cada vez más rápido la mano, tomando una forma en conjunto. Al cabo de unos segundos, las burbujas se disiparon y un guante de cuero con navajas gruesas y largas a modo de dedos enormes, de casi medio metro, las reemplazó. El metal relucía con las luces de la habitación. En la palma del guante se mostraba grabado un símbolo parecido a un arco iris. Ese mismo símbolo apareció sobre su corazón y emanaba una luz cálida. Fortize sintió que su dolor la abandonaba. Ella no podía creer lo que veía. Era testigo de la manifestación del emblema de su maestro. Y aunque esa arma le helaba la sangre, no podía negar que era una garra de guerra bellísima.

Fortize dudó por unos segundos y salió de la cama. La experiencia de ese día le había enseñado que no era buena luchadora de cuerpo a cuerpo. La enfermería tenía dos puertas una al frente, por donde los gritos, sonidos de pelea y explosiones provenían, y la otra a un costado, mimetizada como una pared. Fortize se dirigió a la puerta secreta y entró a un pasadizo angosto y obscuro. No había nadie ahí. Cerró la puerta tras de sí, dejando un espacio imperceptible para observar oculta. Su respiración agitada y entrecortada por la adrenalina. Al cabo de unos minutos la puerta principal de la enfermería fue invadida por un guerrero enemigo, quien llevaba una maza como arma.

Argent no perdió el tiempo. Sus movimientos ágiles y certeros parecían una danza. El metal de su garra chocó con el metal de la maza y el sonido resonó en el espacio de la enfermería. Fortize estaba maravillada. Nunca se imaginó que su maestro fuese un peleador tan formidable, teniendo en cuenta su personalidad tranquila. Los golpes eran cada vez más veloces. El enemigo perdía terreno y equilibrio. La furia de los ataques de Argent era implacable. Los dos hombres se habían movido lejos de la puerta durante su enfrentamiento.

—No tienes alternativa. ¡Ríndete y te perdonaré la vida! No quiero lastimarte, pero lo haré si me obligas. —Argent había acorralado a su rival contra una pared. Con un movimiento de su mano derecha pudo desarmarlo.

La sangre manchó las paredes sin previo aviso. Fortize seguía observando, pero ahora con terror e impotencia. Los ojos de Argent se cerraron al sentir como el filo de una espada le atravesaba la espalda hasta salir por el pecho.  Argent no notó que una de las compañeras de su rival había ingresado. Utilizando la distracción del Sabio a su favor, embistió con una katana larga en cuya empuñadura Fortize reconoció un símbolo demasiado familiar. Era la katana que había perdido. Un grito quiso escapar de su garganta, pero solo salió silencio. Las lágrimas invadieron sus ojos color café.  Comenzó a retroceder lentamente. La agonía que sentía no nubló del todo su sentido común. No podía permitir que el sacrificio de su maestro sea en vano. Siguió su camino. Todos los pasillos secretos llevaban al santuario de oración.

Al cabo de unos minutos llegó al santuario. No estaba ocupado pues ninguna de las puertas era fácil de encontrar, a menos que uno conociera bien el lugar.  Sus rodillas se dejaron caer el piso. Su rostro oculto bajo su cabello desordenado. Al fin sus cuerdas vocales le hicieron caso y pudieron fabricar un grito. Las paredes del templo eran especiales, y no permitían que el sonido entrase o saliese.

— ¡Es mi culpa! Si yo no hubiese tomado esa espada, Argent estaría vivo. De seguro usaron la espada para entrar. Soy una estúpida impulsiva y nunca aprendí a escoger mis batallas. —El llanto entrecortaba cada palabra. El eco en el templo vacío le repetía cada palabra a modo de reproche.

Necesitó de algunos segundos para que su respiración se regularizara. Al respirar recordó lo que Argent siempre le repetía:

—Oración perpetua es la clave. No importa si estás triste o molesta. Ora con todas tus fuerzas. Que tus oraciones afilen las armas; que tus plegarias den fuerza a los guerreros y protejan a todos. Esa es nuestro estilo de pelea. Si no lo hacemos, los demás no podrán cumplir sus roles. —

Con su  manga derecha se secó las lágrimas de su rostro. Se puso de pie y caminó hacia el altar. Al llegar a él, se puso de rodillas. Tenía que orar para proteger lo que su maestro había protegido con su vida. Y esta vez lo haría sin dudar, así su vida acabe en el intento.  Suavemente comenzó a susurrar las palabras. Los susurros fueron tomando volumen hasta que se convirtieron paulatinamente en una canción. La canción la calmaba. Su tristeza e ira canalizadas en llenar todo el templo con su canto. El eco nuevamente le respondía, armonizando con su voz.

Fortize decidió dejarse llevar. Fluir con su oración cantada, aceptando que esta es la forma en la que ella debía  pelear. La canción se fortalecía con cada estrofa. La mujer tenía sus ojos cerrados. Una sensación cálida invadía su corazón. Sus latidos se alineaban al ritmo de la canción. Un símbolo parecido a una vela apareció sobre su pecho, emanando un suave brillo verde. El canto continuó y el emblema de la fe ganaba más brillo sobre el busto de Fortize. La joven mujer volvió a abrir los ojos, llena de una emoción nueva y poderosa. En ese momento, un escudo triangular apareció flotando delante de ella. La luz del emblema  parecía estar creando el escudo de marfil[iii]. Al medio de éste, también apareció la vela, imitando el símbolo en el pecho de Fortize. Su canto siguió elevándose y del escudo una barrera invisible comenzó a crecer, cubriendo todo el templo.

Al cabo de unos minutos más de canto, la barrera del escudo seguía incrementando su influencia protectora, cubriendo a todos los guerreros. Los que pertenecían a la orden de Fortize renovaron sus fuerzas y sus heridas fueron sanando. La barrera repelía a los enemigos. Cada uno era expulsado del terreno en donde estaban. La repulsión por parte del escudo era tan poderosa que los atacantes terminaron varios kilómetros lejos.

***

Habían pasado varios días desde la invasión y muerte de Argent. Hubo varias bajas entre la hermandad de Fortize. La oración había salvado su hogar, pero Fortize sabía que no podría traer de regreso a los muertos. Tenía que vivir honrando sus enseñanzas. La barrera seguía protegiendo a todos, pues ella no dejaba de orar, así estuviese fuera del santuario. La túnica de Fortize ahora se complementaba con un escudo de marfil, de forma triangular, sobre su brazo derecho. Ahora sería ella quien debería enseñar a los demás aprendices que cada labor es importante, incluso si no es lo que se esperaba.

La guerra continuará. Pero La fe renovada de Fortize le permitirá esperar un nuevo día y luchar con todas sus fuerzas como  mejor sabía hacerlo: orando.


               

               


[i] Coatl (en náhuatl: coatl, ‘serpiente’) es el quinto marcador de día en el calendario ritual mexica llamado tonalpohualli, en el que se repite hasta trece veces acompañado de numerales en este ciclo de 260 días solares. El tonalpohualli es el equivalente al tzolkin maya y al piye zapoteco. Es un calendario que muestra la «cuenta de los días o del destino».​ Este quinto marcador está asociado al agua y se encuentra bajo la protección de la diosa Chalchiuhtlicue —falda de jade—. Respecto a la fortuna puede ser bueno o malo porque ésta puede irse como el agua.

[ii]Guantelete:  Pieza de la armadura en forma de guante con láminas de hierro que cubría la mano, también conocido como Manopla
[iii] NOTA: Ningún elefante fue lastimado durante la creación del escudo triangular

Las imágenes: 

Argent fue dibujado por @Drachea Rannak: https://www.facebook.com/search/top?q=Drachea%20Rannak 

Fortize fue dibujada por @Limiko: https://www.facebook.com/Limiko.Mint