Observo mi desnudez en el espejo.
Veo mis ojeras, dignas de un panda. Detrás de ellas contemplo mis ojos verdes
pardos: llenos de esperanza y un poco de nostalgia. Mis pestañas rizadas, tan
raras en el rostro de un hombre, enmarcan mis ojos bajo mis escasas cejas.
Puedo ver que tengo más de dos dedos de frente. Mi rostro continúa donde
debería empezar mi cabello, pero él decidió abandonarme. Sus primeros indicios
de huida fueron a mis 17 años. Debí ver las señales.
Bajo mi mirada un poco. Mis
hombros son anchos y resistentes. Mi pecho amplio y cubierto de vellos canosos.
Ese pecho, algo hinchado, cuida mi corazón, famoso por latir fuerte y confiado.
Guarda muy bien las espadas que se clavaron y las benditas que intentan curar
heridas. Desde mi interior proyecto una voz potente que llega al interior de
otros.
Veo la esfera que ocupa el lugar
de abdominales, también cubierta de vellos. El buen apetito se nota. Pero que
no los engañe, sigo tan ágil como una ardilla en el parque.
Mi hombría descubierta descansa
en mi entrepierna, justo entre muslos fuertes de tanto caminar, bicicletear o
patinar. Mis pantorrillas son grandes, aunque no practique fútbol.
Tengo los pies grandes, con la
formación de mis dedos distinta a la mayoría: forman una punta hacia el centro
desde ambos lados. Son casi prensiles.
Mis tatuajes marcan mis
pantorrillas, espalda alta y brazos. Cada uno guarda un significado conocido
por pocos. Mi espalda, ancha y fortalecida por moverme en el agua con más
facilidad que en la tierra.
Soy dueño de mi sarcasmo, de mi
empatía y mi valentía. Tengo una inteligencia distinta y a veces veo cosas que
otros no. Mi intuición me permite leer a otros y ver qué necesitan de mí.
No disfruto de lo que comúnmente
otros disfrutan. Soy el loco que toma baños de luna.
Me entrelazo con las emociones de
otros. Algunos se asustan, otros lo disfrutan. Demoré en aprenderlo, pero doy
más pasos por mi salud mental.
Demoré casi 43 años en conocerme
y aceptarme hasta el momento. Es cierto, soy calvo, panzón, con piernas chuecas
y voz etérea. Es cierto que sueño y que me mortifican los números. Es verdad
que no soy algo para todos, pero eso está bien. Sé que muchos esperan cosas de
mí, pero me preocuparé por lo que yo espero de mí.
Usaré mis manos, grandes y
poderosas, para acariciar el alma. Dejaré que mi amor, amistad, fe, esperanza,
locura y generosidad me guíen con humildad y responsabilidad el resto del
camino.
Sigo mirando mi cuerpo desnudo en
el espejo. Veo las marcas de la edad y de las cicatrices que no se borraron.
Decido aceptarme, a la luz y ante mis sombras, antes de vestirme con el nuevo
número este año…
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