El título de esta reflexión puede
sonar sarcástico y cómico, es más está escrito en una taza que una buena amiga
mía de regaló, sin embargo, lo considero realidad porque he sido testigo en
primera línea y, no lo puedo negar, también he caído alguna vez en esa “humanidad
más avanzada” que se menciona.
Hace unos años me encontraba en
cierto centro comercial, en el cual pagar con tarjeta me salía más caro que
pagar en efectivo, por lo que decidí acercarme al cajero electrónico más
cercano para retirar dinero y efectuar mis compras sin perjuicio para mi
bolsillo. Estuve en fila, esperando mi turno, cuando una señora, acompañada de
su hija y lo que supongo era una amiga retiró dinero. Cuando el proceso
terminó, la señora en cuestión se dio cuenta que había retirado efectivo de su
tarjeta de crédito, en lugar de su tarjeta de débito. Todo parecía normal, hasta
que su hija le comentó que había retirado de su tarjeta de crédito, en lugar de
la tarjeta de débito. La señora, cayendo en cuenta de lo ocurrido, comenzó a
atacar a su amiga preguntándole por qué no le había dicho antes que había
ingresado la tarjeta equivocada en el cajero de autoservicio, a lo que su amiga
le respondió que no tenía forma de saber que esa no fue su intención. Las
personas se retiraron del cajero para continuar discutiendo en otro lugar, pero
lo que llamó la atención fue la facilidad de la dueña de las tarjetas para
culpar a otros, como si fuere responsabilidad ajena monitorear y evitar los
errores que ella había cometido.
Con eso en mente, me puse a
pensar que nos cuesta mucho aceptar la responsabilidad de nuestras acciones. Es
más fácil decir, hice esto porque las “circunstancias me obligaron o porque “no
tuve otra opción”, pero al final, son nuestras acciones las que desatan
consecuencias.
Alguna vez, he realizado algún
acto de culpa compartida con alguien, y ese alguien me ha atacado o exigido que
asuma la responsabilidad completa. Incluso en algún momento me dijeron, si te
vas a confesar, pide perdón por los dos. Escribiendo estas líneas se me vienen
dos líneas de pensamiento. Primero, he sido bastante “generoso” al asumir parte
de la culpa que no me corresponde y es más fácil responsabilizar a otros que
asumir las consecuencias de nuestros actos.
Es común que cuando nos descubren
culpables de algo, busquemos excusas: “Yo no sabía”, “No me dijo que estaba
casado”, “Nadie me dijo”, “Me obligaron a hacerlo”, “Me engañaron y lo hice”,
entre otras justificaciones que nacen en momentos en los que la responsabilidad
nos persigue para ser asumida. Un ejemplo se encuentra en la escena de Adán y
Eva, en la que cada personaje, en lugar de asumir su responsabilidad, le echó
la culpa al otro: primero el hombre a la mujer, luego la mujer a la serpiente,
generando una cadena.
¿Por qué es tan fácil culpar a
otros? Asumo que asumir las consecuencias de lo que ocurrió por alguna de
nuestras acciones, voluntaria o forzada, nos aterra. Ya sea por presión social,
religiosa o de orgullo, es más humano “delegar” la responsabilidad. Como dicen
por ahí, tanta culpa tiene el que mata a la vaca como el que le sujeta las
patas.
Hace unos días me hicieron recordar
sobre el valor de la integridad al aceptar el peso que nos corresponde por nuestras
acciones. Esa integridad de carácter no es muy fácil de hacerla rutina, sin
embargo, nos enseña que muchas veces preferimos ser agradables que hacer lo
correcto. La culpa la tenemos sobrevalorada por la sociedad.
De por sí aceptar la culpa hace
que nos miren juzgándonos. Podemos cometer un error, pero vivimos en una
sociedad perfeccionista en la cual nos aterra que piensen mal de uno. Culpar a
otros siempre será la salida más fácil. El hacernos responsables de las
consecuencias de nuestros actos, o, mejor dicho, de la parte de culpa que nos
corresponde, podemos corregir la situación y aprender lecciones importantes. Una
equivocación sincera puede ser perdonada más fácilmente que una excusa.
Podemos ser influenciados, pero
quien decide tomar alguna acción somos nosotros mismos. Recordemos que más
importante que encontrar al culpable, es aprender acerca de nuestras
debilidades de carácter y tomar acciones correctivas, cada uno preocupándose
por la porción de culpa que nos corresponda.
¿Cuántas veces hemos quitado
cuerpo? No podemos negar que aprendemos desde pequeños a hacerlo, por ejemplo,
cuando se hace una travesura con los amigos y cuando nos descubren nos defendemos
diciendo “es culpa de él o ella. Yo solo estuve ahí” y esa enseñanza la
llevamos a cuestas a lo largo de la vida: “Ella o Él me sedujo. No es mi
culpa”. “Yo no hice nada. Fue su idea.”
Cortemos el círculo vicioso y
aprendamos la lección más dura, pero a la vez la más útil: Aceptemos la
responsabilidad que nos corresponde. Ni más ni menos.
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